domingo, 9 de mayo de 2010

MARÍA SANTÍSIMA ES NUESTRA MADRE


Pronunciar el nombre de una persona con amor, constituye una bella forma de saludarla. En este mes de mayo dedicado a todas las madres del mundo y también dedicado a nuestra Madre Santísima, la Virgen María, pronunciamos con gran amor Su nombre: María Madre nuestra. ¡Dichoso - decía san Buenaventura - el que ama tu dulce nombre, oh Madre de Dios! Es tan glorioso y admirable tu nombre, que todos los que se acuerdan de invocarlo en la hora de la muerte, no temen los asaltos de todo el infierno.

Es María la que da sentido maternal y espiritual a este mes. Ella más que otra es modelo y paradigma de la fecundidad. Ella que nos dio la verdadera Vida, Jesucristo, Quien nos da la vida plena y abundante (Jn 10,10).

Por ello, San Anselmo de Canterbury, Doctor de la Iglesia (+1109), era gran devoto de la Virgen María y decía que no hay criatura tan sublime y tan perfecta como ella y que en santidad sólo la supera Dios.

La Virgen es nuestra Madre, por voluntad expresa del Señor, pues El nos la entregó, cuando estaba en la Cruz, con estas palabras: "Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su Madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después dice al discípulo: He ahí a tu madre" (Jn 19,26‑27). Desde entonces Juan la tomó por madre y con él nosotros, los cristianos de todos los tiempos. Por eso tenemos una madre en la tierra y otra en el Cielo.

La maternidad espiritual de María es la relación más su­blime de la Virgen con nosotros; por esa relación somos sus hijos y, por Ella nos sentimos protegidos y amparados.

El Papa Juan Pablo II enseña esta verdad católica explicando cómo la Madre de Cristo, encontrándose al pie de la Cruz en el centro mismo del misterio pascual del Redentor, es entregada al hombre, a cada uno y a todos como madre. Por consi­guiente, esta nueva maternidad de María, engendrada por la fe es fruto del nuevo amor, que maduró en ella definitivamente junto a la Cruz, por medio de su participación en el amor redentor del Hijo (cfr. Enc. Redemptoris Mater n.23).

María es la Madre espiritual de los hombres en tanto que por su unión con Cristo Redentor nos ha comunicado la vida sobrenatural de la gracia por la que somos regenerados a la vida del espíritu. Así, la llamamos Madre, por analogía con la vida natural, pues nos ha engendrado a la vida divina al ser Corredentora del género humano.

La materni­dad espiritual de María participa de la fecunda paternidad espiritual de Dios, ya que María en unión con Cristo nos ha engendrado real y verdaderamente a la vida de la gracia, ger­men de la vida eterna; nos alimenta y cuida hasta que llegue­mos al cielo.

Escribe San Agustín: "María cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles miembros de aquella cabeza de la que es madre según el cuerpo" (De sancta virginitate, PL. 40,399).

Las enseñanzas de la Iglesia sobre este tema son abun­dantes. El Concilio Vaticano II recoge la doctrina precedente y profundiza en ella. Destacamos aquí los puntos más sobre­salientes:

a) La razón de la maternidad espiritual es debida a la predestinación de María a ser Madre del Verbo encarnado y por su cooperación al restablecimiento de la vida de la gracia en los hombres.

b) Es Madre espiritual por sus virtudes, ya que así como Cristo llevó a cabo la Redención por sus virtudes - obedien­cia en la Encarnación, obediencia en su Sacrificio voluntario y meritorio - así también María corredimió por su fe en la Encarnación, por su amor en la Cruz, por la entrega al sacrifi­cio de su Hijo, y ejerce su maternidad espiritual poniendo en juego todas sus virtudes.

c) La naturaleza de esta maternidad es del tipo de gracia, en cuanto que consiste en una peculiar colaboración con su Hijo en orden a la regeneración de los hombres a la vida divina.

d) Las etapas de su maternidad, son tres: en la Encarna­ción, al pie de la Cruz y, en el cielo, desde su gloriosa Asun­ción a los cielos.

e) El ejercicio de su maternidad, es doble: intercedien­do por nosotros ante su Hijo y, presentándonos delante de Cristo (cfr. Const. Dogm. Lumen gentium, nn.60-62).

La Santísima Virgen ejerce su función de Madre: velando por todos sus hijos para que nazcan, crezcan y perseveren en la caridad; intercediendo por todos y, distribuyendo a todos los hombres las gracias de su Hijo.

María es Madre de todos los hombres, porque Ella nos ha dado al Salvador de todos y porque se unió a la oblación de su Hijo, que derramó su sangre para la remisión de los peca­dos de todos los hombres.

Roguemos a Dios nos conceda esta gracia, que en la hora de la muerte, la última palabra que pronunciemos sea el nombre de María, como lo deseaba y pedía san Germán. ¡Oh muerte dulce, muerte segura, si está protegida y acompañada con este nombre salvador que Dios concede que lo pronuncien los que se salvan!

Dios te salve, María, llena de gracia, el Señor es contigo. Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.

Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

Que maría Santísima nuestra buena Madre les bendiga siempre.

Samuel Antonio Orellana

sábado, 1 de mayo de 2010

LA ENCARNACIÓN ACONTECIMIENTO TRINITARIO


por Samuel Antonio Orellana


La Cristología es la ciencia que estudia la persona y la obra de nuestro Señor Jesucristo; este estudio se realiza a través del análisis de las fuentes y escritos donde fueron quedando plasmadas las huellas humanas de Jesús de Nazaret. La primera de estas fuentes es la Sagrada Escritura, y en forma particular los evangelios; es la fuente que con mayor autoridad nos habla de la persona y de la obra de Jesucristo.


La otra fuente de la Cristología es la Tradición de la Iglesia, contenida básicamente en los documentos de los concilios ecuménicos en los que se ha ido formulando el dogma de fe sobre Jesucristo. Estos concilios son fundamentalmente cuatro: Nicea, celebrado el año 325; Primero de Constantinopla, del año 380; Éfeso, del año 431, y Calcedonia en el año 451.


Sabemos que Cristo se encuentra en la totalidad de la creación; sin embargo no podemos partir de la creación para el estudio de la Cristología, porque ésta es iluminada solamente a partir de la Encarnación de Dios hecho hombre. El único punto de partida para el estudio de Cristo es precisamente el acto de la Encarnación, porque cuando Dios se hizo hombre hubo ya alguien con nuestra misma naturaleza humana que al mismo tiempo era Dios. Nadie mejor que Cristo para hablarnos de Dios, porque él es Dios y porque es también hombre igual a nosotros en todo, menos en el pecado. Por otra parte, nadie mejor que los apóstoles para hablarnos del hombre Jesús que fue glorificado en su resurrección, porque ellos lo conocieron, convivieron con él, y luego de haber resucitado se les apareció y lo pudieron ver. Ambas experiencias, la de la encarnación y la de la resurrección, están registradas en la Sagrada Escritura; por eso para nosotros es imprescindible partir de ella para conocer la figura y la obra de Cristo Jesús.


Ya en el Antiguo Testamento encontramos una verdadera y propia encarnación que implica la intervención divina en la vida de la humanidad, particularmente en la vida del pueblo de Israel. Dios se empeña estableciendo relaciones con el pueblo basadas en alianzas al modo humano; empeña su pensamiento expresándolo a través de la palabra humana, empeña su acción manifestándola a través de la historia de Israel, empeña su presencia localizándola primero en la Tienda del Tabernáculo y luego en el Templo de Jerusalén.


A pesar de todo ese gran empeño de Dios manifestado en el Antiguo Testamento, se hará más importante el empeño de Dios en la Nueva Alianza, porque en ella lo será de manera más íntima a través de la persona de su propio y único Hijo hecho hombre.


Dios se manifestó en el Antiguo Testamento en su unidad, pero no en su trinidad; por eso los atributos divinos de padre y Esposo se le asignaron solamente en forma global con relación al pueblo de Israel, sin distinguir Persona en él; pero para conciliar esos dos atributos de Padre y Esposo en una sola Persona solamente era posible a nivel de imagen. La solución de ese enigma se daría hasta en el Nuevo Testamento, en él se comprendería que el Padre es distinto del Esposo. En otras palabras, en el Antiguo Testamento Dios se guardó lo más profundo de sí mismo, lo que es su misma esencia: el misterio de las Tres Divinas Personas. Esta distinción de Personas en Dios se reveló cuando una de ellas entró en la existencia humana.


En Cristo se ha realizado plenamente el dinamismo de la Encarnación que estaba ya presente en el Antiguo Testamento. En él la presencia de una de las tres Personas de la Santísima Trinidad para venir a habitar entre los hombres llega a su término; en Él, en Cristo, llega el hombre también a alcanzar su condición divina.


El misterio de la encarnación y el misterio trinitario, están, por tanto, en íntima y recíproca relación. La encarnación tiene su fuente y su explicación en la Trinidad, y la Trinidad encuentra en la encarnación su expresión y su prolongación ad extra. La fecundidad ad extra de Dios tiene su manifestación libre y gratuita no solo en la creación, sino también en la redención y en la misión del Hijo, que extiende a la humanidad entera y al cosmos la participación en la vida divina. La encarnación es, por tanto, como la flor de una raíz que tiene su origen en el proceso trinitario, como el desarrollo de un germen sembrado allí, como el fluir de una corriente abundantísima, que brota de la abundancia trinitaria.


Veamos el compromiso de las personas divinas en la encarnación del Verbo. En el NT, Jesús, dirigiéndose a Dios como Padre (Mc 14, 36; Mt11, 25-26; 36-46). Jesús ha referido siempre su vida, a un compromiso primordial del Padre, efectivamente, Dios Padre es quien ha tomado la iniciativa de la encarnación salvífica: “cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo” (Gal 4,4). A Él se debe el plan de salvación del hombre en Cristo: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo. Él nos eligió en la persona de Cristo antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante Él por el amor, predestinándonos en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya” (Ef 1, 3-6).


En el lenguaje teológico, este compromiso salvífico del Padre en el acontecimiento Cristo ha sido tematizado con la categoría “misión del Hijo”. El término “misión” es en sí mismo profundamente bíblico. En el NT aparece la “misión del Hijo” por parte del Padre ( Jn 3,17; 5, 23; 6, 27; 17, 18), y la “misión del Espíritu Santo” por parte del Padre (Gal 4, 6; Jn 14, 16. 26) y del Hijo (Lc 24, 29; Jn 25, 26; 16, 17). Mientras que la misión del Hijo en la encarnación es visible, la del Espíritu Santo, es decir, la inhabitación en el corazón de los creyentes (1 Cor 3, 16; 6, 19; Rom 5, 5; 8, 11), es invisible. Referido a la encarnación, la “misión” temporal del Hijo por parte del Padre implica dos aspectos. El primero consiste en la revelación de una presencia nueva, libre y personal del Hijo en el mundo y en la historia (la encarnación). El segundo aspecto remite el acontecimiento a su origen eterno del Padre ( lo que en teología trinitaria se llama “procesión”).


La misión temporal del Hijo, que no consiste solamente en su actuar, sino sobre todo en su novedad de ser Hijo de Dios encarnado, que constituye una ventana abierta al insondable misterio Santo de Dios. Permite lanzar una mirada de admiración a la gloria trinitaria del padre, del Hijo y del Espíritu Santo.


Del testimonio bíblico podemos, concluir en síntesis, no solamente el dato fundamental del acontecimiento de la encarnación como elemento constitutivo y característico de la fe cristiana, sino también algunas claves hermenéuticas esenciales para interpretarlo y para desentramarlo correctamente en todo su significado. En primer lugar, se trata de un acontecimiento que hay que colocar en la perspectiva histórica de la voluntad salvífica de autocomunicación que caracteriza a la revelación veterotestamentaria y que abarca intencionalmente a toda la humanidad. En segundo lugar, la encarnación tiene que verse y que leerse como un acontecimiento que, comenzando de modo escatológico con la concepción virginal de María por obra del Espíritu Santo, se extiende y se desarrolla en tensión hacia su consumación en la hora pascual de la muerte y de la resurrección. En tercer lugar y como consecuencia de las dimensiones anteriores la encarnación ha de comprenderse en el horizonte de la autocomunicación de Dios al hombre como acontecimiento trinitario, que precisamente gracias a la encarnación (al acontecimiento del Hijo de Dios Hijo del hombre) hace partícipes a los hombres de la misma vida divina del amor.